El Foro Romano
el coloso – coliseo - al fondo;
me secuestra la congoja de sentirme nada en la inmensidad
“punto negro sobre fondo blanco” diría Tapies.
Sin embargo, esa inmensidad es al mismo tiempo vacío,
espacio-tiempo
que me traslada a otros tiempos,
mirando más a los dioses que a los hombres.
El éter flota sobre todo
y me recoge
y me proyecta a la nada, como si nada fuese;
pero me siento, a mi vez, eterno y poderoso.
Me traslado en la máquina del tiempo,
Y veo, puedo ver,
al gran Augusto subido en su carro
blanco y oro
con cuatro blancos corceles.
Miro a otro lado,
y las vírgenes vestales están en su palacio cercano;
Los senadores caminan,
emparejados,
conversando, con sus lujosas y simples túnicas,
hacia las termas del Palatino.
Y, en realidad, casi no hay nada;
Espacios abiertos,
Alguna columna decapitada,
Mudos ladrillos que gritan historia,
historias;
Blancas y porosas piedras blancas
desparramadas por doquier.
Y me quedo mirando
al infinito espacio de los dioses,
al infinito del tiempo inmutable,
mutante,
perpetuo,
a la pesada nada que flota sobre todo.
Y los pies me pesan, no se quieren mover,
enraizados allá, entre las bellas, ruines, ruinas;
Mi ánimo, abrumado y débil,
se sostiene apoyado en los pilares de mármol
escuchando las lejanas voces de las vestales.
La sangre del César
sube por mis venas atrapándome,
efervescente.
Sólo me cabe tomar el lápiz y el pincel
y tratar de liberarme de su presa
y tratar de liberarme de su presa
evanescente,
permitiendo que salga por mis dedos,
aprisionándola
en los hilos de algodón de mi cuaderno;
El pincel se enciende ardiente, audaz,
y se desliza ligero,
autónomo,
autónomo,
manchando el papel
con la sangre de los césares que fluye por mis venas,
con la sangre de los césares que fluye por mis venas,
y con el verde del musgo que se come las piedras.
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